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La Corte Suprema acertó: Los derechos de los padres deben prevalecer sobre los mandatos ideológicos en las escuelas

La Corte Suprema acertó: Los derechos de los padres deben prevalecer sobre los mandatos ideológicos en las escuelas

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Pocos derechos son tan sagrados, o tan personales, como el derecho de los padres a criar a sus hijos conforme a su fe. Este derecho fundamental hoy choca con la programación cada vez más ideológica de las escuelas públicas. En el Distrito Escolar Público del Condado de Montgomery, en Maryland, este conflicto llegó a un punto crítico cuando el distrito comenzó a establecer lo que consideran “ortodoxo” en temas como género y sexualidad, apuntando a niños de tan solo tres y cuatro años.

Durante mucho tiempo, las escuelas han tenido la responsabilidad de fomentar la comprensión y el pensamiento crítico en los estudiantes. Pero lo que vemos en este caso no es educación, es adoctrinamiento. En lugar de enseñar a los niños a respetar a los demás, el plan de estudios del Condado de Montgomery socava activamente la instrucción moral y religiosa que muchas familias inculcan en casa. Bajo el disfraz de la “tolerancia” y la “diversidad”, el distrito introdujo libros con contenido altamente sexualizado para niños de preescolar y ordenó a los maestros usar guiones no neutrales que avergüenzan las opiniones disidentes. Cuando demasiados padres protestaron y solicitaron excluir a sus hijos de este programa, el distrito lo calificó de “administrativamente inviable” y se negó a conceder esta acomodación.

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Lo que sucedió en el Condado de Montgomery no es diferente de lo que ocurre en distritos escolares públicos en todo el país. El problema con este llamado plan de estudios no es solo el contenido inapropiado—es la coerción. A los niños no solo se les pide escuchar diferentes puntos de vista, se les empuja a cambiar sus propias creencias, incluso aquellas formadas por su fe y su familia. Cuando a un niño de primaria se le dice que lo que enseñan sus padres está mal, se confunde su brújula moral y se coloca a la escuela como máxima autoridad en su vida. Eso es un exceso peligroso.

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Más preocupante aún, a los maestros en este distrito se les proporcionaron guías para ignorar la incomodidad o el desacuerdo de un niño. El objetivo no era el diálogo, era la conformidad. Los materiales instruían a los educadores a guiar a los niños hacia el punto de vista preferido por la escuela, entrenándolos sutilmente para descartar cualquier otra perspectiva, especialmente aquellas informadas por la fe.

La Corte Suprema acertó cuando el juez Alito, escribiendo por la mayoría, observó: “Los libros son inequívocamente normativos. Están diseñados para presentar ciertos valores y creencias como cosas que deben celebrarse, y valores y creencias contrarias como cosas que deben rechazarse.”

Eso es exactamente lo que advertimos en nuestro escrito amicus curiae: una ortodoxia moral impuesta por el estado que presiona a los niños a interiorizar una cosmovisión mientras trata otras, en particular las religiosas, como ideas que deben corregirse.

Este programa no solo marginó la disidencia; la etiquetó como dañina. Los padres quedaron relegados—privados de su derecho a saber, y mucho menos a influir, sobre lo que se enseña a sus hijos en algunos de los temas más sensibles de identidad y desarrollo humano.

Históricamente, la educación pública ha mantenido una postura de neutralidad en asuntos políticos y sociales controvertidos. Esa neutralidad creó un espacio para el aprendizaje genuino—para que los estudiantes encontraran diversas perspectivas y desarrollaran sus propias conclusiones razonadas. Pero hoy, la neutralidad ha cedido su lugar a una ortodoxia patrocinada por el estado. Las escuelas ya no se conforman con presentar distintos puntos de vista; cada vez más, toman partido.

Esta intromisión ideológica no es solo mala política: es una amenaza directa a la autonomía familiar. Cuando las escuelas dictan lo que está “bien” y etiquetan la orientación de los padres o la fe como “equivocada”, no están educando—están reemplazando a los padres. Para los niños de fe, el efecto es particularmente dañino. Cuando escuchan que las creencias de su familia son vergonzosas o anticuadas, comienzan a cuestionar no solo esas creencias, sino también a sus propios padres. Eso no es tolerancia. Eso es manipulación.

Es profundamente engañoso invocar la “inclusión” para defender tales políticas. La verdadera inclusión respeta la diferencia, incluyendo la diferencia religiosa. Pero cuando las escuelas elevan un punto de vista y suprimen otro, enseñan a los estudiantes que solo algunas perspectivas son dignas de aceptación. Esto es especialmente dañino en comunidades pluralistas, donde los estudiantes provienen de una amplia gama de trasfondos culturales y religiosos. Un plan de estudios que ignora o contradice abiertamente esos trasfondos no fomenta la unidad; fomenta la división.

Aún más importante, el respeto por la diversidad de perspectivas debe incluir el respeto por los padres. Ninguna institución pública debe socavar los valores que los padres se esfuerzan por transmitir a sus hijos. Los padres no son obstáculos para el progreso—son los primeros y más esenciales educadores de sus hijos. Y deben tener tanto el derecho a saber lo que se enseña como la posibilidad de excluir a sus hijos cuando esto entre en conflicto con sus creencias más profundas.

Este tema no se trata de rechazar a los demás—se trata de proteger el espacio para que las familias críen a sus hijos conforme a su fe y valores. Cuando las escuelas cruzan esa línea, violan no solo los derechos de los padres, sino los mismos principios de libertad y diversidad que dicen defender.

La tolerancia y el respeto no se logran avergonzando a los niños o relegando a los padres. Se logran cuando las escuelas muestran una apertura genuina al presentar ideas sin imponer el acuerdo, y al dejar espacio para que las familias guíen a sus hijos en temas sensibles de manera acorde a su edad y su fe.

En nuestra sociedad, la familia—no el estado—es la unidad fundamental de instrucción moral. Cuando las escuelas olvidan esto, dejan de educar y comienzan a imponer. Los padres deben permanecer vigilantes. Y las instituciones públicas deben recordar que su tarea no es reemplazar a los padres, sino apoyarlos.

Lauren Hackett es abogada del Independence Law Center, donde se especializa en derechos de la Primera Enmienda, libertad religiosa y derechos parentales.